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Asombro
A mi amigo Peter le tocó sentarse en un avión al lado de un niño que estaba viendo una de las películas de A todo gas (Fast and Furious). Me contaba Peter que el niño iba avanzando la película para saltarse las partes entre las escenas de acción. Sólo he visto una, pero sé que A todo gas, cualquiera de las películas de la serie, es una sucesión de carreras de coches, disparos, explosiones y gente sexy. Creo que es difícil encontrar una película con más adrenalina por minuto. A mi amigo le dieron ganas de decirle “mira por la ventana, esta máquina de cientos de toneladas está flotando en el aire y atravesando el océano, a diez kilómetros de altitud. Estamos volando. ¿No te parece suficiente espectáculo?”
Recientemente he pasado un par de domingos trabajando en el bosque cerca de mi casa con un grupo de voluntarios. Hay dos señores, de más de 70 años, que llevan décadas haciendo trabajo de restauración forestal, cada domingo. Haga frío o calor, lleguen más personas o no, estos señores se levantan a las 6 de la mañana, meten su botella de agua y su almuerzo en la mochila y se van al bosque a plantar árboles, crear barreras contra la erosión de suelos o arrancar especies invasivas. Sin salario, sin apoyo institucional, sin publicidad. Cuentan que subían a jugar al bosque cuando apenas eran adolescentes, posteriormente empezaron a trabajar en él, recogiendo leña, y ahora, testigos del deterioro causado por el cambio climático y los incendios, quieren hacer algo para preservarlo y mejorarlo. Compartir tiempo con ellos es ser testigo de una relación con el bosque única. Sus ojos no dejan de admirar los árboles, las flores, cada cerro, cada semilla. Su amor por el lugar es evidente y lo comparten con quien quiera unirse a ellos. Me parece fascinante que tras casi 60 años visitando un mismo lugar, cada semana, su asombro y admiración estén intactos. Siguen siendo aquellos niños que jugaban trepando árboles y metiendo los pies en manantiales de agua cristalina, recogiendo flores y volviendo a casa llenos de polvo al final del día. Conocen el nombre de cada planta, su función en el ecosistema y su uso medicinal. “Este sirve para soldar huesos, este para las mujeres que no pueden tener bebés, esta se usa en el temazcal”. Mi vecino dice que para él estas jornadas de trabajo en el bosque, en silencio y con las manos en la tierra, con uno mismo y con el todo, es ir a la iglesia. Su ritual de cada domingo, su momento de reconexión.
Cada día surgen cientos de noticias sobre la inteligencia artificial, su poder, su impacto, los trabajos que va a eliminar, la nueva revolución a la vuelta de la esquina, bla bla bla. No me despierta mucha curiosidad el tema y quizás pague mi ignorancia en unos años cuando las máquinas me roben el trabajo, o quizás no. Me da un poco igual. Creo que toda esa atención, todos esos augurios y expectativas, no dejan de tener el propósito de alimentar a la propia tecnología. Si pasamos el día hablando de todo el poder de esa herramienta y lo que puede llegar a ser, dirigimos atención y recursos a ella, lo más probable es que ese potencial se materialice. ¿Qué sería de nuestra cultura si pasáramos más tiempo admirando la belleza de lo que nos rodea? Sin inteligencia natural no hay inteligencia artificial. Las mariposas monarcas que vuelan miles de kilómetros desde Canadá a México, sin gps ni experiencia previa. El agua, fuente de toda la vida, de origen extraterrestre y más antiguo que nuestro propio planeta, la misma que bebieron los dinosaurios y que ahora bebemos nosotros, recorriendo la Tierra y la atmósfera en infinitos ciclos. Las semillas, pequeñas y discretas, con toda la inteligencia encapsulada para decidir cuál es el momento óptimo de germinar, crecer y desarrollarse, con un conocimiento acumulado que les ha permitido perpetuarse en este planeta por un tiempo tan largo que nuestra definición de sostenibilidad les debe generar risa.
Un grupo de científicas/os acaba de demostrar la existencia de unas ondas gravitacionales que probablemente se originaron con el big bang, el momento del nacimiento del universo hace unos catorce mil millones de años. Un susurro, o mejor dicho, un murmuro que acompaña nuestro planeta desde tiempo inmemorial.
“El universo es una sinfonía inimaginablemente vasta de causa y efecto. Las interminables idas y venidas de galaxias, estrellas y planetas crean una mezcla de canciones de la que tú también formas parte (…) Cada protón y neutrón en cada átomo desde la punta de los dedos de tu pie hasta tu coronilla se está desplazando, oscilando y vibrando en un ronroneo colectivo en el que la historia completa del universo está implicada” (Adam Frank, The Atlantic).
Refutando lo que dijo el poeta Ernesto Cardenal hace más de treinta años: “Y no es el espacio, mudo. Quien tiene oídos para oír oiga. Estamos rodeados de sonido. Todo lo existente unido por el ritmo. Jazz cósmico no caótico o cacofónico. Armónico. Todo lo hizo cantando y el cosmos canta”.
Quien tiene oídos para oír oiga.
Gracias por leer y hasta pronto,
Jose
(Español más arriba)
Awe
My friend Peter sat down in an airplane next to a kid who was watching one of the Fast and Furious movies. Peter told me that the kid was fast forwarding the movie to skip the parts in between the action scenes. I have only seen one, but I know that Fast and Furious, any of them, is a display of car races, shots, explosions and sexy people. I cannot think of a movie with more adrenaline per minute. My friend felt like telling the kid “Look out the window, this machine, with a weight of a few hundred tonnes, is floating in the air, across the ocean, ten kilometres up in the sky. We are flying. Is not that enough of a show?”
Recently I spent a couple of Sundays with a group of volunteers working in a forest near home. There are two men, over 70 years old, that have been doing restoration work for decades, every single Sunday. Shine or rain, cold or hot, with or without other volunteers, these men wake up at 6 am, put their water bottle and sandwich in their rucksacks and head to the forest to plant trees, create edges to prevent erosion and remove invasive species. No salary, no institutional support, no publicity. They have childhood memories playing in the forest, later on they started working there, collecting wood, and now, witnessing the effects of climate change and wildfires, they want to do something to protect and regenerate the forest. Spending time with them is to witness a unique relationship with the forest. Their eyes do not stop admiring trees, flowers, each mountain, each seed. You can feel their love for the place and they share it with whoever decides to join them. I find fascinating that after almost 60 years visiting the same place, every week, their awe and admiration remain untouched. They still are the children that climbed trees and wetted their feet in crystal-clear water pools, collecting flowers and going back home at the end of the day with dusty pants. They know the name of each plant, her place in the ecosystem and her medicinal use. “This is to glue broken bones, this for women who cannot have children, this for the sweat lodge”. My neighbour likes to say that for him this work in the forest, in silence and with his hands touching the earth, with oneself and with the whole, is like going to church. His Sunday ritual, his moment of reconnection.
Everyday hundreds of news about artificial intelligence pop up: its power, its impact, the jobs it will steal, the next revolution around the corner, blab bla bla. I am not that interested in the topic and I might regret my ignorance in a few years down the road when machines take my job. Or maybe not. I do not really care. I think all the attention, all the forecasts and expectations, are just self-serving the very own technology. If we spend every day speaking about all the potential of that tool, put our attention and resources to it, the most likely outcome is that the potential will actually come into being. What would it be of our culture if we spent more time appreciating the beauty of what surrounds us? There is no artificial intelligence without natural intelligence. The monarch butterflies that fly thousands of kilometers from Canada to Mexico, without GPS or previous experience. Water, the source of all life, with an extraterrestrial origin and older that our own planet, the same water that dinosaurs drank and that we now drink, passing through Earth as part of infinite loops. Seeds, small and humble, encapsulating all the required knowledge to decide when the best time is to germinate, grow and develop, with wisdom that has allowed them to live in this planet for such a long time that our definition of sustainability surely makes them laugh.
A group of scientists has just proven the existence of gravitational waves probably originated by the Big Bang, the birth of the universe about 14,000 million years ago. A whisper, a murmur that surrounds our planet since time immemorial.
“The universe is an impossibly vast symphony of cause and effect. The endless comings and goings of galaxies, stars, and planets create a melding of songs that you are part of too (…) Every proton and neutron in every atom from the tip of your toes to the top of your head is shifting, shuttling, and vibrating in a collective purr within which the entire history of the universe is implicated” (Adam Frank, The Atlantic).
Very well aligned with the words by Ernesto Cardenal, the poet: “And it is not mute the space. Those who have ears to listen, listen. We are surrounded by sound. All that exists weaved by the beat. Cosmic jazz, not chaotic neither cacophonous. Harmonic. Everything she made it singing and the cosmos sings”.
Those who have ears to listen, listen.
Thanks for reading and take care,
Jose
Excellent read. Whenever we turn off the noise in our heads, we listen, even if for a sec. Such an amazing experience.